Imagínense Ustedes al hombre.
(Salta la feminista, la progre: “Y, ¿no podría ser una
mujer?”)
No: éste, desde luego que no.
Sus decisiones (muchas no fueron acertadas) y acaso el
destino moldearon sus facetas, sus hábitos, uno de los cuales, que ejerce
cuando los calendarios no aportan compañía, es el de prepararse un almuerzo de
cantina, de bar andaluz, picoteando de pie, ante la encimera de la cocina, la
peligrosa amalgama de colesterol y de caprichosos alcoholes variados, creativos
o analgésicos que se porten, según el día.
Cosas que luego escribirá, o no, se mueven por su mente,
su cerebro, su inteligencia, lo que (no es tan trascendente) quieran Ustedes
llamarlo. Es un ejercicio, un vuelo azaroso, cambiante, imprevisible, de mosca
inconstante, frenética a veces, incansable incluso cuando ya está cansada; un
vuelo de, vaya, mosca cojonera (como dice el vulgo castizo), en ocasiones.
Imagínense Ustedes que el hombre ya asume algo de
Robinson en su isla, antes de la irrupción o aparición de Viernes; supongan que
tiene algo de Simeón el Estilita. Y, claro, el tiempo y las neuronas
sobrevivientes pueden hacer el resto.
Divaga. Las palabras.
Las hay que se ponen de moda, quizá porque quedan
elegantes, como si hubiesen surgido de la Pasarela Cibeles, tan lamentablemente
apodada luego por los más gilipollas y serviles como Madrid Fashion Week.
Una palabra: la desafección.
Joder, qué éxito. Oímos con frecuencia el runrún. Que los
ciudadanos sienten desafección por la “clase política”. Y que, casos aparte, la
mayoría de los políticos son honrados, lo que debería contradecir la
legitimidad de esa desafección.
Los ingenuos y los interesados, estos últimos
cristalizando al máximo el cemento de sus caras, sostienen ternes tal defensa.
El hombre sabe que no está, caramba, solo, cuando siente
que la inundación de sinvergüenzas que sufre nuestra política es de tal
magnitud que tenemos que concluir que el que no ha robado (o lo que sea) es
sólo porque todavía no encontró la ocasión.
Así que procede la desafección.
El hombre es también, vaya por Dios, goloso: remata con
un café, aunque soluble, no escaso de azúcar, y una porción de un bizcocho de
chocolate que le trae recuerdos (¿y cuándo y qué, no?) de la época en que fue
un atlante porque vivía creyéndose el norte del mundo, el centro magnético
preferido para las brújulas de la Almendrita.
P.S: me planteo una pausa, unos días, quizá una semana.
A los Ustedes que remotamente rastreen amistosos este
rumbo mío, unos días contundente y otros, rebozado en titubeos, los emplazo,
invito, convoco a no abandonar la sintonía.
Gracias.
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