Las antiguas crónicas, la misma
tradición oral reiteradamente lo afirman:
anclada como inmutable madreperla en el
epicentro mismo del laberinto, se halla la traslúcida, inverosímil, mágica
bañera de Beyoncé.
A través de tenue cristalera que añade
irrealidad opalina a la inédita experiencia, los dos minotauros, plenos de instinto e
irrevocable deseo, olfatean en el aire el enardecedor hálito de la hembra,
mientras emiten/reciben las tenues cornadas de la melancolía, las afiladas y
sangrientas cornadas de la pasión, las furiosas cornadas de doble trayectoria
de la tarde ardiente.
Laten los patios, la reja de las ánforas
de clausura, los pasadizos a ninguna parte, elaborados entre fragmentos de
cornisas, restos de columnas truncadas, torcidas esculturas de discóbolos
paralizados en la calma densa de una sensualidad extasiada cuya música componen
el jazmín, la absorta aspidistra, el rumor de mínimas fuentes ensimismadas, los
propios pasos indecisos de los minotauros.
Luego, ya a campo abierto, enhiestas las
testuces valientes, se abren camino con sordo fragor, el ojo avizor, la pezuña
afirmada con dominador poderío entre surtidas ninfas, náyades, odaliscas,
hetairas que dejan tras de sí el perverso aroma de la carne ofrecida y negada,
el turbio juego de la provocación, la larga cambiada o la engañosa media
Verónica, Virginia, Victoria, Vicenta, Virtudes, Vera Lamont en su trampolín, huríes de setenta veces siete velos,
tules, escurridizas mañas, reiterados caracoleos de grupas, resplandores y
sesgos de miradas, instantáneos palios rituales de trémulos varales, brazos,
piernas, sombras, escorzos, volúmenes, sueños de amor, certidumbres de muerte.
La querencia analgésica y sosegadora del
whisky y la conversada lucidez van ordenando algunas fichas del tablero
mientras el tiempo rueda hacia la noche.
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