Personas ha habido que, de buena fe, con ganas de ayudar,
o meramente desocupadas y desentendidas, ese capricho que suele llamarse “boca
de ganso”, de vez en cuando me recomendaron que recurriera a ayuda profesional,
que es esa cosa que consiste en gastarte una pasta y un tiempo variables, para
que un presunto especialista más o menos argentino te sonsaque las intimidades
mientras te escucha o lo medio finge y al final, con suerte, te dará unas vagas
y adaptables pautas de conducta y de reflexión y tú ya sigues solo, as usual, y vuelves a apañártelas con
tus desajustes e indigestiones.
Que de ahí se deriven más papeletas para secundar el
itinerario del rebaño, para ser más dócil o acomodaticio, para pasar con mejor
comodidad por los múltiples aros, queda por ver y ni siquiera hay garantías de
que eso mejorará tu vida y milagros.
Es como todo: concienzudos estudiosos vienen decidiendo
cambiar la hora en los relojes dos veces por año, sosteniendo la teoría
semiperegrina de que tal ukase rebajará el consumo de energía eléctrica, y
omitiendo que lo gordo estriba en que las estaciones del año por su cuenta
modifican la cantidad de horas de luz natural disponibles y cátate ahí que como
tengas que hacer algo, que no sea a oscuras, no hay quien te salve de encender
la lámpara, o siquiera el flexo de turno, y no te cuento de las industrias,
negocios, centros de trabajo y así.
En cambio, cuando no existía la luz eléctrica ni podíamos
soñar con la fantasía de los arcos voltaicos (esa cosa tan art noveau),
Isidoro, a la muerte del rey Sisebuto, junto a ciertas críticas, destacó sin
menoscabo sus cualidades, afirmando que “fue brillante en su palabra, docto en
sus pensamientos y bastante instruido en sus conocimientos literarios”.
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