Como el gallinero de los quejicas seguía en su burdo
emperre, nuestro Rey se prestó a disculparse.
Y lo hizo sin ley que le obligara, quizá por cortesía y
por no cebar a los protestones en su desproporcionada y tóxica algarada, de fácil
contagio demagógico. Lo hizo precisamente para no dar munición a sus
detractores, precisamente para, otra vez, ayudar, complacer, tranquilizar a los
ingratos españoles, en estos tiempos de numerosos problemas, que han causado
ellos mismos con su falta de inteligencia y sensatez, al elegir y sostener
gobernantes deleznables cuando no directamente infames y nefastos. Esos
gobernantes que, casualmente, jamás se
disculpan de las barbaridades, atropellos, malversaciones, etc. que
constantemente cometen y a los que nunca la plebe monta pollos tan velozmente
enconados y gigantescos, habiendo infinitos motivos.
Don Juan Carlos, como hombre que es, no puede ser
perfecto. Pero pasa que los que componen la manada de sus críticos, en general,
son mucho más bajitos y de escasa calidad, y la envidia española no descansa.
Esa envidia cuyas torpeza y zafiedad quizá no son capaces
de apreciar el remotísimo matiz de travieso crío venerable, un punto pícaro, en
la miradilla y los mofletes de este Señor mayor, pero muy veterano de salir con
bien, aceptablemente airoso y elegante con mesura, de según qué situaciones, a
veces más provocadas que reales.
En más de cuatro cosas, este Rey nos da ejemplo. Y, a
muchos, una redonda lección.
A lo mejor, ni se lo propone.
A lo mejor, ni se lo propone.
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