Cada cual por su lado, con alguna frecuencia ya había
considerado la posibilidad de aquel viaje, de aquella aproximación gustosa a
ese país y, sobre todo, a esa ciudad hermosa y decadente que, en la
imaginación, era fuente de resplandores voluptuosos y cadencia de los más
sugestivos e indolentes sonidos.
Y en una conversación salió el tema, el designio, el
propósito. Cuando se dieron cuenta, con inusual velocidad de decisión ya
estaban resueltos los detalles de la expedición: época del año más favorable,
minucias de pasaportes, billetes de avión, reserva de hotel… De modo que los
dos veteranos cabos segundos de marinería (“gastador” de aguerrida figura el uno,
sutil improvisador de trompa en la Banda de música, el otro), aunque molidos
por las incomodidades del vuelo, asientos torturantes, refrigerios perversos,
llegaron gozosos a La Habana, en el año 2000 de la Era Cristiana.
Lo más pintoresco de aquellos días ni siquiera fue la
costumbre de desayunar galletas danesas de mantequilla con ron de 7 años; ni la
afabilidad del dúo (piano y violín) en el hotel que fuera fondeadero de Hemingway; ni el denuedo con el que fueron
descubriendo restaurantes potables…
Lo más espectacular fue aquel amplio vestíbulo en el que
los dos cabos (ambos claros, de ojos altos) sentaron sus reales de observador,
con esa actitud de concentración reposada que tienen los gatos, para dejar
transcurrir (en una fecunda y creativa “laxitud
tropical”) horas de horas, sueños de sueños, risas de risas, dionisíaca
celebración de la vida en…
Damas y
caballeros: ¡¡The Afterblind´s Promenade!!
Muy bueno Rodrigo
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