Apenas salir del “parking”, un mínimo giro de talón lo
embocó a la plaza conocida, vivida, amada, con el edificio clasicón del
Ayuntamiento al fondo, y su reloj de carillón, con aquel son que venía de
antaño.
La divisó enseguida: iba ya ella por la esquina de lo que
fue el Novelty, al que Fernando aludió alguna vez. Y lo suyo, lo de ella, no
era un culo sino una gloriosa, jubilosa obra de arte. Se acordó de J.L. Pero la
de ahora tenía el tirón próximo de la realidad. Falda corta, luciendo, todo
hermoso, pierna y un buen tramo de muslo; y una camiseta de tirantas, bolso y
zapatos de tacón, todo en tonos claros. Un resplandor solar (de bote o no que
fuese, qué más daba), el pelo rubio.
Y apretó el paso. Pero ella iba ligera: atravesó la plaza
entre los veladores de los bares y restaurantes y enfiló por la calle hacia la
Catedral, y a él le costó ir acortando distancia, con aquellos kilos que le
sobraban de hacía años. Se sintió consciente de que el propósito (tantas veces
ejercido ya desde niño, de mozo y aun de hombre maduro) le iba a costar hoy; se
medio rió para adentro pero no se rindió y le dio alcance, joder si iba de
prisa, antes de que llegara a la placita de las Flores para torcer hacia
Columela. Un poco más, rebasándola, aceleró… se detuvo a fingir que observaba
algo en el escaparate de una zapatería. Y, a lo discreto, le clavó los ojos.
De frente no parecía tan joven pero, desde luego, lo era
de sobra. Y, por los cuatro puntos cardinales, guapa.
Debe ser la “salada claridad”. Y Dios, entreteniéndose
con nosotros.
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