Profundas catacumbas se enseñorean, proliferan abundantes debajo de la populosa, festiva, dinámica Madrid.
Entre
orientados y dubitativos, recorremos anchos vestíbulos, escaleras -automáticas
y de las de toda la vida- que en sus muy luengos tramos nos conducen al cielo
azul del exterior o a las simas algo misteriosas que se diría exploran un
itinerario “dirección Centro del Planeta,
salida tal y tal”.
Hora punta
del mediodía, derramadas muchedumbres en acción, numerosos jóvenes con mochilas
y pasajeros de toda edad enfrascados en el íntimo curioseo de sus teléfonos
móviles, nos empequeñecen las dimensiones extrahumanas, sobrehumanas de todo
cuanto nos rodea.
(¡Qué
bárbaro, el vigente Bernabéu Stadium!)
Así que,
embutidos en atestado vagón del Metro, y como para que no se me olvide mi
recién cumplida edad capicúa, una moza de cabellos rizados me cataloga en su
fuero interno como abuelete evidente (y quizá de escasa recuperación), y con
gentileza medio piadosa, y a pesar de mi 1ª y 2ª negativas, corteses y
agradecidas, se empeña en cederme su asiento y opto finalmente por asentir, con
algo de bochorno por opinarme de mí mismo conmigo mismo que todavía queda
tiempo para el prólogo de la despedida definitiva.
No hay comentarios:
Publicar un comentario