Para
sentirse, o para fingir que se creen, con cierta superioridad moral, nuestras
sociedades -las más “progres”, sobre todo- han ido ablandando sus exigencias
con los criminales, pobrecitos, es que nos da pena.
Así que
descartadas la ley del talión por lo extremo de su rigor, la pena de muerte por
su cruel irreversibilidad, y finalmente la cadena perpetua, que se ve que
también iba a ser “demasiao” y los trabajos forzados, cómo se te ocurre, por
muchos delitos que se le comprueben al delincuente y que la aritmética de la
sentencia sume cientos o miles de años de encierro, se rebaja la decisión del
tribunal o juez de turno y se acuerda un tope de +- 30 años fetén. De ahí, si
procede, queda un repertorio de “beneficios penitenciarios” y ajustes por el
estilo para que, con condiciones y requisitos, la libertad llegue antes de la
fecha fijada y la cosa se sustancie con reinserción, que ya se verá, y un
arrepentimiento que suele ser tirando a teatral y de conveniencias.
En resumen,
que “los buenos” dicen que no quieren ponerse “al mismo nivel que los malos”,
desestimando la incoherencia de usar distintos idiomas para una sola conversación.
Sin camuflaje
que cuele y cuenten lo que cuenten, por un cambalache de estricto y arbitrario interés
político (un canje de votos en almoneda), la mayoría vigente en nuestro
peculiar Congreso ni siquiera habría necesitado del patinazo del P.P. y Vox
(chapuza grandiosa), para servirnos un ejemplo reciente de estos despropósitos.
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