A
lo largo de la Historia, y con los matices que se quieran, el público, el
pueblo, ha sido y sigue siendo ignorantón o de escaso criterio, que ya los
poderes de turno se dan mañas para mantenerlo así y manipularlo mejor.
Por
eso, los sistemas políticos que se basan en el voto (a menudo engañado,
traicionado) resultan una suerte de callejón con poca o mala salida. Castro y
Hitler son relevantes casos de cómo encandilar a la gente, ponerla a su favor,
y llevarla al desastre.
Así que los “órganos de representación” que con tanta frecuencia ponemos en solfa y acusamos con razón de que “no nos representan” tienen mucho de trampa y de burdo recochineo.
La
“sagrada e inapelable voluntad del pueblo”,
expresada y dirigida por esos COMBINABLES “representantes”, podría enloquecerse
y, por ejemplo, decretar el brócoli obligatorio o cualquier otra aberración
caprichosa. Por lo que se hace indispensable el arbitraje y el control de las
leyes y de los jueces que las aplican.
Caben
siquiera dos preguntas vertiginosas: ¿quién es el árbitro de los jueces? ¿Y en
qué universo paralelo -Sheldon dixit- serían independientes e impecables? Nunca
lo serán, desde luego, si los nombran los gobiernos, que siempre son
aficionados al mangoneo.
Por
todo ello, el patio está como está: hecho un espectáculo defectuoso para el consumo
(no tanto pan -inflación galopante-; mucho más circo -políticos pintones,
campeonatos de fútbol, cotilleos de la entrepierna, abundantes festejos
vacacionales y embelesos tecnológicos-) de todos nosotros.
Cómo
mola, troncos.
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