Más
que la atropellada y sectaria urgencia con la que se están impulsando las
reformas a la baja del código penal, debiera preocuparnos la tendencia que
pretende, so capa de “buenismo”, imponer una moda, una actitud, que nos deja
perversamente inermes a merced de unos delincuentes que medran al amparo de
estúpidas y “comprensivas” indulgencias.
Las
directrices que establecen los mandamases son, cada vez más, cualquier cosa
menos lógicas y cualquier cosa menos regidas por lo que solía ser el sentido
común. Que el “pensamiento único” haya ido desparramándose por gran parte del
planeta sólo acentúa la inconveniencia de un fenómeno, de unos tiempos en los
que se lleva al huerto a la gente de bien
(hipócritas: abstenerse de demagogias, que hasta el más tirado tiene grabado en
su conciencia lo que vale, lo que significa esa expresión), favoreciendo por
contra a cuanto desalmado, criminal y “reinsertable” (¡?¡) infecta el mundo con
sus comportamientos, o si se quiere ser tiquismiquis, sus desvíos.
Que
en nuestros lares I. Montero (que sí, fingidos “despistaditos”, que
indubitablemente por ella iba lo de Pumba) y sus palmeros la caguen con sus
leyes defectuosas es, aunque lamentable, lo que cabe esperar de los bufones.
Pero el público, ¿va a reaccionar?
Los
delitos, ¿merecerán sanción que no descarte sin más el rigor, meramente
aritmético de una ley del talión (ya que tanto se clama por la “proporcionalidad”)
o la blandenguería estéril de una época tan confusa como caprichosa? Que se lo
pregunten a las víctimas.
¿La
pagará, verdadera y cabalmente, el que la haga?
¿O
somos una impasable sociedad de huidizas avestruces?
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