Es
este dilatado veranillo de San Miguel que también llaman (los comecuras y los
iconoclastas descreídos) verano del membrillo, y al que los neologistas
aficionados a engendrar palabras de injerto rebautizan como “veroño”.
Quizá
también para resarcirse del infierno estival de este 22 en Zaragoza, familiares
aragoneses nos visitan constituyendo así parcialmente una pequeña y peculiar
versión del Imserso y un de la ceca a la meca con escalas en el faro de
Chipiona y su templo de la Virgen de Regla; las callejuelas empinadas y las
tiendas de la artesanía creativa en Vejer; las bodegas de Chiclana, siempre en
nuestro corazón.
Como
también lo está Bajo de Guía, en Sanlúcar de Barrameda, localidad en la que
jamás deben omitirse las tortillitas de camarones de la fama, allá por el
Cabildo.
A
esos prudentes y dosificados itinerarios (todavía habrá algunos más) los hemos
apuntalado con encuentros gastronómicos; y, una cosa con otra, destaca en el
atuendo de los caballeros esa relajación de la camisa casi siempre por fuera
del pantalón. Vaya por delante mi conciencia culpable como cómplice, aunque no
contento, en estos tiempos que han terminado dándonos ese compartido aire de
taberneros, olvidados de cuando (y siempre hizo calor en verano), con mejor
miramiento, eran de uso frecuentísimo los trajes de mil rayas.
De según qué recuerdos, está bien no librarse: ni a base de un “telefonino” por barba y con independencia de la diversidad de sus modelos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario