Sorteando
en este caso las perversiones de la “obsolescencia programada”, los britanos
han dispuesto, o disfrutado, de una reina duradera cuyo itinerario tuvo ayer su
final.
Una
cosa con otra, asistimos a un rosario de desapariciones que nos enseñan,
advierten, recuerdan lo provisional de nuestra estancia en una vida que está
diseñada con el inconveniente de que será cancelada con un carpetazo del que
nadie escapa y cuyo momento tiene bastante de burlona y temida lotería.
De
todos son reconocidos la importancia y el relieve de esta señora, su papel en
el XX, incluso en lo que va del XXI; con lo cual, cada uno bajo su paraguas,
fueron acudiendo a la verja para un primer homenaje los que andaban por allí o
expresamente se acercaron. Que luego, los funerales, seguro que grandiosos y de
excelente organización, van a ser el espectáculo de rigor y solemnidad que
suele transmitir la “tele” en tales trances, y que el Hipocampo contempla con
atención.
El
primogénito Carlos toma el relevo, eligiendo ese nombre de entre los cuatro o
así de que dispone; lo cual dice de su previsible y relativa moderación, porque
alguno otro quizá se habría decantado por el de Arturo, de hermosas resonancias
legendarias.
Damos
por sentado que cualidades no le faltan para prestar buen oído a sus súbditos y
a la coyuntura presente que, “all over the world”, se viene poniendo la mar de
cuesta arriba.
Que
la orientación de su Iglesia, algo herética o díscola, y los debatidos encantos
de la Cornualles le ayuden en esa tarea.
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