Si
la suerte o una marrullera habilidad mercantil de la que carezco me hubieran
vuelto un exitoso músico millonario, lo habría sido manirroto de los coches.
Innumerables
sueños inspiradores, legión de modelos deseados; una nave industrial como
garaje para una colección creciente de antojos. Quizá un riesgo de trastorno
mental y un vicio con, lo menos, polémica virtud.
-Menos mal que no llegaste a toda esa
sobredosis vertiginosa.
-No digo yo que no, por otra parte. Y sin
embargo, sin subirme a la parra ni divagar por las galaxias inalcanzables sino
en las tiernas entretelas del corazón, conservo el tirón que la firma Opel, más
modesta que rutilante, me ha ido proporcionando ocasionalmente.
- ¿A qué modelos te refieres, tú que eres
invencible subjetivo?
-Al Monza de finales de los 70, casi 80,
que vi cerca de la SGAE en Madrid; al Speedster que visité, tras arduas
pesquisas, en cierto concesionario por General Ricardos, año 2000 o así; al GT
descapotable (2ª generación) que perseguimos Maritere y yo, girando en redondo,
al lado del ya extinto Hotel el Jardín, algunos años atrás. Al más guapo, de
líneas curvas, al GT de 1969 que tuvo el esotérico Jiménez del Oso.
-Y a “la Sardina”.
-Que me sedujo de inmediato, sin remedio,
y de la cual fui prendado y satisfecho propietario: aquel Manta del 83 que con Irene,
conmovidísimos, llevamos respetuosos al desguace cuando correspondió, quince o
más años después. No todos los amores se olvidan.
-Dius bé.
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