Domingo.
Resaca del certamen. Subjetiva, claro y desde luego que para gustos, los
colores. Así que 25 finalistas y lo que se veía venir (de nivel/desnivel) se cumplió
sin esfuerzo.
La
música levemente asomó por Portugal; menos, por Suecia.
Azerbayán
(aquí mi ortografía es aventurada)
apuntó sobriedad y quizá dramatismo; Suiza, sosería, aunque a Maritere le
gustaba el reloj; Francia, un bodrio malamente explicable. No estaba sola en
ello: ¿quién pensó que lo de Serbia o los enmascarados de lobos feos podían suscitar
algo diferente del chocante y hastiado rechazo?
Luego
Islandia y alguno más se disfrazaban de lejanísimo y equivocado “western”,
marca blanca y mercadillo de los chinos, mientras que la compasiva y coyuntural
solidaridad situaba a Ucrania en su lugar preferente, al aboluto margen de los méritos
que se requerían para la ocasión.
A
Chanel, Santiago y cierra España, se le abonan la evidente preparación
profesional de su número, el ensayado rigor de la puesta en escena, el
vestuario vistoso, de brillos que también fueron profusos en el atuendo del
inglés -voz poderosa, melena trasnochada ya-, en la festiva elasticidad de la
lituana, corte de pelo de fraile motilón; en la impresionante versión del velo
del Jorasán que ostentaba el representante de esa delegación tan geográficamente
“europea” que es Australia.
Algo
de pena y nada de gloria para Bélgica, Alemania, Grecia, etc. cuyo improbable
recuerdo ya se desvanece.
Y
estremecedora la ocurrencia de recuperar como símbolo a Gigliola Cinquetti
quien tampoco ahora “tiene la edad”, ya no.
La
escenografía, luces, efectos, tecnología de la cara y por la cara. Hace años
que eso no es un festival de la canción sino una gigantesca convocatoria que
tuvo su “belle époque” y ahora vale
como un reclamo para entretener masas y un analgésico discutible para este
tiempo de dificultades y sin coliseo romano.
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