No
deja de ser un síntoma que, cuando transitó la lectura de Nietzsche por primera
vez, algunos de esos postulados drásticos y exigentes le interesaran, en lo que
coincidencias diversas apuntalaban, confirmaban sus teóricas aspiraciones.
Lo
que sí llegó a tener claro, al correr del tiempo: que no duró mucho la intentona
de fingir, ante sí mismo incluso, una dureza de carácter que parecía avenirse
con no sé qué designios, con no sé qué anhelo de sentirse invulnerable.
Cualquier
psicólogo, argentino de preferencia, cómo no, le habría diagnosticado un temor
casi patológico ante el sufrimiento.
Recordaba
ahora la frase escéptica y teatrera de G. Duarte, proclamando/declamando “No me da pena de nadie”, que con
evidencia era una broma arrogante e hiperbólica.
Porque
demasiado sabe que, fuera de retóricas, cuando le llegan las noticias del
quebranto en la salud de las personas que ama y dictan ternura a su corazón, o de graves vicisitudes que las
importunan, es incapaz de mantener el tipo y, con un punto de bochorno en el “renuncio”,
que ya tiene más que asumido, se le quiebran la voz y el ánimo y la cota de
malla cae inservible y estrepitosamente al suelo.
Os
aseguro que, contra lo que pudiera parecer, no son cosas de la edad.
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