Aunque
la funesta omnipresencia del virus haya arrasado con la práctica totalidad de
los demás sucesos, el espectáculo de las elecciones en los Estados Unidos sigue
siendo para nuestros informadores más o menos cotorros un recurso clásico, un
suculento ingrediente de relleno para justificar su labor y los honorarios anexos.
Y
con lo que tales comicios tienen de cine, más todavía. De modo que cunde una
suerte de curiosidad embobada de asistentes sin vela a entierro ajeno, por más
que gradualmente se manifiestan un cierto agotamiento, una sensación incómoda
de que la hegemonía de aquel país (que, a pesar de sus errores y para
sufrimiento de los envidiosos, supuso una referencia útil) decae, se degrada y
ya no es la primera vez que, lo que parecía impensable apenas en el XX, asoman
rumores indecentes de “pucherazo”.
A
todo eso se suma la discutible talla de los contendientes. Trump – muy parodiado
y descalificado enseguida por los “progres” del planeta – ha dado abundantes
muestras de carácter entre astracanado y folclórico que muy poco favor le hace
para el ejercicio de un cargo de tanta relevancia, poderío y peso
internacional. Y el señor Biden exhibe un aura de fragilidad provecta, cuando
se atreve al trotecito corto y desmayado para subir a la tarima de sus “mítines”
(perdón por el palabro) que produce un punto de alarma y de duda acerca de su
deseable energía para el tal cargo que decíamos.
Es
difícil esperar de ambos que tengan éxito comparable a los “influencers” (vaya día que llevas) que infectan el
caudaloso Internete. Y, “si me queréis, darse cuenta”, en casi nada podríamos
compararlos con los Kennedy, Nixon ni Reagan que los jovenzuelos desdeñosos de
hoy desconocen.
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