Para mejorar su economía, la agrupación de profesionales que, en la ficción, dan curso a "Estafadoras de Wall Street" parte de la premisa de que el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón.
Así que ni cortas ni perezosas, sin demorarse en hilar más fino unos escrúpulos de conciencia que difícilmente se les iban a suponer, van adelante con el proyecto, ya que la crisis de 2008 hundió a numerosas personas y había dejado el negocio en cierta decadencia; y ya que el indesmayable rijo de los machos siempre sucumbirá a la tentación de las bellas hetairas siglo XXI, descuidando con imprudencia (y con la oportuna ayuda de las sustancias que con disimulo les van a incluir en las bebidas) esos instrumentos de la sofisticación financiera que son las tarjetas de crédito.
En el rudo y más que elemental planteamiento, los clientes quedan como peleles o cerdos y las "gestoras" de la ocurrencia, como unas espabiladas codiciosas con, no obstante, tiernas facetas de solidaridad, deberes maternofiliales y otras curiosidades del destino que pretenden una leve y quizá hipocritona justificación.
La "peli" oscila de propósitos entre el espectáculo y algo de maniqueismo de supermercado y TV5, donde el subrayado de fragmentos de piano clásico acaso es lo más limpio del resultado, fuera de la no discutible estampa de "Ramona" López y sus socias.
Porque tal parece que algunas tensiones y relaciones, inventadas al principio de los tiempos, tienen visos de permanecer para la eternidad.
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