La carrera profesional de Doña Penélope y Don Javier lleva dadas ya diversas muestras de aceptable quehacer, lo que acumula méritos para la consideración y la gloria de esta rutilante pareja. Pero "Todos lo saben" evidencia que conviene ponerse en manos de directores solventes; y cuando no lo hacen con el debido aplomo, el resultado es un tropezón, o un paso atrás, Cigala dixit, en sus laureados "masters".
Aquí la película no termina de cuajar, ni de arrancar ni de madurar y ellos quedan envarados, inexpresivos y anodinos: porque tampoco se trata de seguir con honra la estela, el ejemplo magistral de la Magnani (recurriendo a exagerar el desgarro de los gritos) o de Brando (a fuerza de oscurecer tenebrosamente, y más allá, el tono de voz). Es más, se echa muy en falta una nitidez de la dicción y en cambio sobra el atropello con el que nuestras "estrellas del celuloide" y los otros del elenco nos confunden y embarazan el oído, al declamar frases a velocidades sin necesidad supersónicas. Como decía Ortega, "no es eso".
Otras veleidades desorientadas son notable ornamento del film, entremezclando localizaciones acertadas con un exceso de detalles en el mobiliario popular y algo rústico de las casas donde la acción transcurre, anegadas en señales "de carácter". O algún aroma inexplicable de ambiente ¿sefardí o griego a lo Zorba? o quién sabe, en las danzas colectivas y familiares durante la interminable secuencia de la boda, planteada con una desconcertante y remota carga de orientalismo.
Esos detalles que no dejarán de sorprender y decepcionar la corporativa buena fe y el solidario voto de defraudada confianza de según qué innoblemente zarandeados espectadores.
Se diría que estamos ante un borroso episodio de una serie de cualquier adocenada televisión, para las tardes del sábado. O así.
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