Hay tardes que el ancla tira de nosotros hacia un reconocible y amistoso mar de nostalgias bien llevadas.
Que uno naciera no exactamente al compás, pero no tan lejos; y más, que eran tiempos en los que las cosas perduraban, quizá por méritos, con la calidad que luego (decid lo que queráis) tantas veces íbamos a perder, a echar de menos.
Y claro que referentes, saberes y vivencias suelen comportar gran resplandor de asuntos compartidos generacionalmente. Luego hay gente que también se engancha, apreciadora de sensibilidad, afectos, matices y otros detalles algo a trasmano. Y eso tiene lo que tienen los pros y las contras de sana, educada y fértil comprensión.
Escribo ahora, porque inesperadamente disfruto del arte de Louis Armstrong, de Ray Charles, y lo que sea que se remueve en las entretelas tiene hondo y buenísimo sabor, reconfortante calidez.
Debe ser cosa del oído, que con alto gozo asimiló y archiva con diligentes filtros rigurosos, con criterios irrenunciables, la marea grandísima de tesoros felices (no tan desvanecidos como noblemente conservados) que, en tardes como ésta, tira de nuestra ancla.
Para amar la Vida, pocas cosas como amar la Música.
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