La interesante revisión de Ron Howard sobre el fenómeno Beatle que TV2 nos ofreció anoche, volvía a insistir en aquella magia que envolvió todo el asunto y la inherente seducción que comportó y que no cabe negar, ni siquiera tanto tiempo después.
Redundante el análisis, cuando no ocioso, que pudiéramos pretender desde estas frágiles y naturalmente perecederas líneas: numerosas facetas deslumbraban en aquel poliedro, mucho más digno de vivir entonces que de contarlo ahora.
Los agraciados en ese sorteo sintieron -- sentimos -- que algo grande y gordo estaba ocurriendo ante nuestros ojos y cuyo alcance fue más allá de lo previsto, de lo que se ha desmenuzado ya mil veces (moda, sociologías y políticas, auge de economía y mercadotecnia, eclosión creciente y sostenida de la industria de la música popular, de la comunicación, bla, bla, bla).
Se dice que el mundo siempre anda cambiando. Pero no siempre ha dispuesto del impulso esencialísimo, del motor de arranque que supusieron el talento, la inspiración y el caudaloso empujón de hermosura de semejantes canciones, la energía vital, quizá algo atolondrada y no del todo consciente, que para generaciones emitió la atrayente personalidad de aquellos revolucionarios y revolucionados trovadores del siglo XX.
Un, confuso también, irremediable velo de fantasía, de sueño de amor que se vive y se desvanece luego; una conmovida melancolía, en la secuencia de los postreros acordes desde la azotea, los cuatro oficiantes del rito, y todos nosotros, a medio cicatrizar, ya siempre, de maduro y doliente escepticismo.
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