Las señales. Los avisos.
Poca música escucho, desde hace ya tiempo, años. Igual no tengo el ánimo o la concentración. O, si un psicólogo me investigara a fondo, igual me sonsacaba los motivos y me diagnosticaba cualquier rechazo subconsciente, un conflicto de Boabdil.
Estos días, algo de canto gregoriano (de los "cedés" que me regalaste tiempo atrás, en una de mis visitas a Arturo Soria); y esta mañana, algo de Bergia, sorpresas, añoranzas, recuerdos, otras veces atinadas, certeras y singulares formas de jugar y de expresar con las palabras.
Las palabras. La afición, el casi vicio de reiterar las teselas de esas construcciones múltiples, de ensayar sin descanso los movimientos de un ajedrez que no termina.
Ahí voy: sin digerir todavía tu... me detengo antes de elegir entre marcha, escapada, desaparición, tántas fantasmadas para no escribir muerte, y que ésta sigue siendo increíble, porque no parece que haya podido ocurrir, porque, como idiotas, andamos escondiéndonos de la realidad, de la maldita lotería que no perdona y que con la ceguera implacable de lo que somos, apenas un momento, nos va "premiando" con finales cortos o largos, previsibles o repentinos, jodidos todos: jodidos de aceptar.
Luego, hay que seguir segregando la sustancia de nuestro caparazón protector maltrecho, restañando sus esporádicas fisuras, sus costuras y sus estructuras para que podamos prolongar algo más las verónicas, las chicuelinas, las largas cambiadas, todos los pases que se nos ocurran para sortear provisionalmente, para demorar la cornada final, siempre presentida entre las sombras, las señales, los avisos.
Y ya sé que es retórico preguntarte, pero es como si todavía pudiese, Antonio, ¿cómo lo llevas?
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