Finalmente, llueve, bendición en la que coincidirán conmigo hasta nuestros más infames díscolos.
Y estamos tan desacostumbrados que resulta un espectáculo, dichoso y liberador. Que nos deja un atardecer espléndido de contrastes, de nubes fantásticas con ribetes de luz rosa, oro, salmón, mientras el sol cae, como cada año por noviembre, enfrente de esta casa, en los rumbos lejanos y seductores de Costa Rica, de Panamá, de la gloriosa Cartagena ultramarina.
Es como un homenaje (así quiero imaginármelo, con vanidoso y caprichoso antojo) a la fecha que se aproxima y que acaso celebraremos con discreto júbilo privado, insistiendo en aquello de una edad tan seria como la mía, con el permiso de la Autoridad y el permiso de conducir que hay que renovar casualmente en el centro/diana de la efeméride.
En el "entremientras", mi Isadora personal tiene el detalle (y no es el único) de prepararme el café de la sobremesa, a cuya creciente afición sin duda me acercan las siete décadas que ya, ya mismo, volverán a marcarse en el calendario del Hipocampo.
Salud.
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