Desde el primer momento supe que entre nosotros sólo podría darse una (cuando menos, larvada) enemistad, como los hechos demostrarían pronto.
No me gustó su mirada desafiante, y el carácter mutuo de la desconfianza quedó patente cuando intentó escapar, a pesar de lo reducido del espacio y de su condición tersa y pulida que iba a hacer más difícil todavía cualquier amago de camuflaje.
Por mi parte, no contribuía a mi tranquilidad su casi frenética carrera ni tampoco que su cuerpo fuese de tamaño menor que el de una lenteja. Así que pasé a la acción de inmediato, con la intrépida determinación que suele templar el ánimo de los más avezados aventureros y exploradores de cualquier selva amazónica que se precie y, emulando a los antidisturbios y sus mangueras a presión, abrí a tope el grifo, cuyo decidido caudal ha debido llevarse (por los laberintos infinitos y kafkianos de las alcantarillas) el inundado cadáver de la araña que sorprendí en el fregadero, a mi regreso a casa, después de unos días de viaje.
Ahora, los latidos de mi alterado pulso van estabilizándose, con la conciencia del deber cumplido y del restablecimiento del orden democrático en las instituciones...
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