Del profundo pilar que quisieron representar en China las lentas dinastías hasta llegar al Último Emperador, hubo uno de ellos a quien el pueblo ensimismado e inacabable llamó Tachán, que fue, sobre algunos otros, célebre por sus arduos laberintos transparentes que, a modo de celdillas de panal de abejas, suscitaron en el tiempo de su gobierno la admiración de las gentes que los visitaban y cuyas alabanzas han perdurado hasta nuestros menguados días.
Pródigo y laborioso, nuestro Tachán fue impulsor de las artes minuciosas de la tinta y el fino pincel sobre seda y papel de arroz y, por otra parte, de prosaicas y funcionales investigaciones científicas, aunque algunos de sus detractores lo tildaron de sospechoso de prácticas de ocultismo y brujería, y de sembrar la discordia y la animadversión enconadísima entre sus ministros y edecanes, con el propósito de menoscabar su poder e influencia que él quería reservar para sí de modo absoluto e inapelable.
A su muerte, los diseños originales de sus obras parsimoniosas y los manuscritos que defendían su pensamiento, hermético y nebuloso, fueron sin misericordia dados a la hoguera.
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