Si la Constantinopla de principios del XX se pareció a lo que en el cine muestra "La Promesa", debió ser una hermosa y magnética ciudad.
El film recrea un modo de vida, claro que entre la población aristocrática y poderosa, más que seductor, con cierto y natural protocolo (atuendos de los dignatarios, mansiones, parques y lugares de esparcimiento y recreo) matizado de selecta indolencia oriental "and so on".
La cosa está en que también la guerra, las guerras todas, terminan poniéndolo todo hecho unos zorros y que los turcos (como se sigue observando y sabiendo) son gente que se pone a arrear con notable ferocidad y, ocasionalmente, amenazadora ceremonia.
Romántica historia de amor y conflictos, en la cinta que modestamente evaluamos se lucen, entre otros detalles, la resistencia de los paisanos de Aznavour y el acorazado "retro" de los franceses con su elegante y enfático (ya hemos dicho francés, ¿no?) almirante al mando del nocturno y complicado rescate de refugiados/perseguidos/bombardeados, de blanco uniforme y laureles bordados en oro sobre la banda de la gorra.
Ah, y la entrelazada danza de airosos, ondulantes, sugestivos y armoniosos brazos, en la secuencia del cabaret o así, sala de fiestas o así, gran salón o lo que fuera que fuese, cosmopolita amalgama de reflejos entre la absenta y el bourbon, la ginebra y el champagne, de nuevo, más francés posible.
Belle époque a la turca, vaya, y cuán grises y vulgares se han vuelto después todas nuestras estéticas.
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