Era inexcusable la asistencia a la nueva entrega de "Alien", Irene.
Así que allá que me fuí y aunque el monstruo es como de la familia (de tanto que lo llevamos visto a estas alturas), y también se podría echar de menos a Sigourney, el lance actual asombrosamente consigue el terror y la espeluznante tensión que ya se plantearon con anterioridad.
A señalar la fascinación del catálogo de frustrados "ensayos" genéticos de la criatura, de relevante repugnancia, y la siniestra y sobrecogedora majestad de esa cosa que desciende del espacio para fulminar a la muchedumbre en la ominosa explanada/cementerio, entre oníricas construcciones propias de la megalomanía nazi o soviética y estatuas cuyo sugerido infierno le vendría bien a un relato de Lovecraft, con sus engendros húmedos, viscosos, fétidos y sus contrahechas anfisbenas.
Un concepto de film que, pese a su esencial reiteración, vuelve a cautivar a los adeptos de veteranía certificada.
Otra seriedad y otra melancolía caracterizan "Adios, Europa", algo desconcertante por verse necesariamente dialogada en distintos idiomas, escrúpulo que se resuelve con una propiedad y una corrección que subrayan o acentúan la verosimilitud del guión, la puesta en escena, etc. dejando una sensación atípica pero convincente.
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