Como abriendo las compuertas a un torrente, después de numerosas semanas de silencio y soledad, te traslado la montonera de reflexiones, de asombros, de cuentas que conmigo llevo y tengo pendientes, en un casi imparable discurso (cuitas, recuerdos, aplazamientos de la pereza) que escuchas con paciencia y afirmo que con verdadera atención.
Años de amistad y confidencias a su remolque, que nos cambiaron la condición que primero fue, incluso con respeto y simpatía, de poderdante y apoderado.
Y no es que permanezcas callado: matices, coincidencias, observaciones atinadas, razones de peso que apuntalan mis carencias, mis desvaríos, a rachas algo lúgubres.
Luego reciclo, hago balance. Y pienso que --más sobrio y menos mayor -- es poco lo que de tu propia panoplia de problemas me participas. Y alguno concreto, de tal entidad que casi los que he expuesto bien pudieran empezar a palidecer.
Porque ese asunto que lamento a fondo como si fuera mío también, tiende una sombra honda a la hora del apretón de manos, del hasta la vista que tendrá lugar, con el permiso de la Autoridad y si el tiempo no lo impide, cuando el Destino, Dios, la Suerte lo decidan.
Una cuestión, no sé si entre o sobre otras, me queda sonando de lo tanto que hemos conversado: el tiempo que se pasa, las cosas que nos han ocurrido y que no supimos vivir con la intensidad, el rigor y la atención que merecían: el plomo líquido de esos arrepentimientos que todavía justificas para confortarme, abonándolos a la sensibilidad.
Y es que lo tuyo suele ser, amigo, el señorío. Gracias.
Pionono se alegra sobremanera de que sientas la presencia de un amigo. En nombre de todos los que en el mundo son, somos, ¡gracias por tus palabras!
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