Al frente, a lo lejos, que no
tan lejos, pasan los barcos, cruzando el mar, navegándose el mundo.
Pasa también una tarde más,
con esta hora que los caprichos administrativos nos cambian, dos veces por año,
que así se alarga la sensación de las más horas de luz que de todas formas va
habiendo.
Y pasan los meses. De el
porche al jardín (pecera, cápsula de astronauta anclado), espero, espero, con
una calma algo tensa, con esa rara, y tan familiar, cosa en el estómago, presagios y latidos que reconozco y fueron de
otro tiempo y otro lugar, también pródigos en ocasos y acristalamientos.
Que sea un espejismo más, tan
dado a ellos que soy, una tardía e ilusa ilusión óptica y de las otras, puede
ser. Pero es por dentro por donde va la procesión de la magia posible, el estro
acechando, la vida que acaso regresa o lo finge.
Salgo un instante afuera:
templó.
Con el trémolo invicto e
insistente de un sapo oculto en no sé dónde del gramón, que, al arrimarme, con
prudencia sosiega, la grande y descendente moneda de oro anaranjado se deja
tragar con demorada cadencia por el perfecto lecho azul. Arriba, entre las
varias nubes, algunas que parecen casi de aurora boreal se van quedando
suspendidas y me suspenden, amagando, prometiendo ambiguas un remoto ambigú con
sus licores cálidos y sus luces de suaves colores entrañablemente ordinarios (Cine
Ideal, tiempo insertado en los huesos), anticipando apenas nuevos encuentros en
la tercera fase.
Es verdad que se siente, o se
cree, una brisa tibia y delicada, de libertad.
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