Algunos recordarán conmigo cuando la gente de los
astilleros en Cádiz, recibía sistemáticos plantones y largas cambiadas a sus
reivindicaciones. Gente de carácter más tranquilo que rabioso, los ajustes, las
negociaciones se aplazaban con demasía por los responsables empresariales, o
medio iban diluyéndose en la concesiva, y también algo ingenua, esperanza de
que por las buenas las cosas se irían consiguiendo. Se iba a ver que no era
así.
Perdida la paciencia, que es caudal valioso y por ello
debiera respetarse mejor, aquellos trabajadores, naturalmente aburridos del
toreo, como era previsible, descubrieron o eligieron armar bronca pública,
extender con brusquedad y sin mayores contemplaciones el problema, método muy
clásico en el norte y que, por lo visto, pronto recibe muy más preocupada y
activa atención: el número de neumáticos incendiados, barreras, farolas
derribadas, contenedores volcados, etc. fue manifiestamente en aumento hasta
calentar la situación de muy considerable manera.
El problema laboral planteado tenía nulo o arduo arreglo,
con más de un motivo sobre el evidente de la competitividad, lastrada por los desiguales
costes que la construcción de barcos tiene según los países, y aunque el
gobierno hubiera vuelto a prometer grandes cosas inverosímiles.
Ahora tenemos el lío de los estibadores, que además huele
a chamusquina de privilegiado monopolio y a coto exclusivo, a rígido nepotismo
de rancia tradición y a huelga, como todas, algo matona.
Razón en luchar por los puestos de trabajo, la hay. Pero,
con la Constitución en la mano, centenares de miles de parados españoles (casi
todos los músicos, por cierto, que también son padres de familia y contribuyentes)
podrían expresar tantas o más quejas, aunque carezcan de la fuerza para ejercer
también los revoltosos y expeditivos, pero se ve que movilizadores, modos de
estos aguerridos sectores laborales.
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