Miró el despertador. Para ser las siete y veinte, le pareció que había demasiada luz. Pensó: cómo se nota que ya se abre paso la próxima estación. Hizo una Y griega, se bifurcó: como en el Metro y, a continuación, no hay modo de sujetar el caprichoso torrente de divagaciones de las neuronas.
La estación: la primavera, los días crecientes, la rueda que otra vez gira y que traerá, o no, cambios.
Pero ¿qué cambios? ¿Cambiamos nosotros? ¿Nos copiamos reiteradamente, sin arreglo?
Sonaron los golpes de los operarios en algún sitio, empezando su tarea del día. (En este barrio siempre hay vecinos que disponen reformas en las viviendas. Y eso no ocurre hasta las ocho.) O sea, que el reloj de la mesita de noche andaba lento, bajo de pilas.
Como hacía a menudo, comenzó a rumiar frases, ideas para el blog del día, o de los días siguientes. Se sintió desorientado, indeciso, atormentado de nuevo, como de costumbre, por su ingratitud, por el daño que a veces causaba a las personas queridas y que, al parecer, no podía evitarse como no fuera con un sometimiento de la conducta a legítimos aunque exigentes cauces y compromisos, a altísimos costes de la libertad, de los sueños, de la -- todavía -- ilusionada (o ilusa, dudó) ansia de vivir. Para contarlo, que decía don Gabriel.
Aplazó nuevamente el debate consigo, tascando su escasa capacidad para adaptarse a estabilidades, convencionalismos, cómodas rutinas domésticas, cálidos gozos del nido entre algodones...
Enfrentó otra jornada, admitiendo que la rutina también se manifestaba en los ritos del desayuno (nueces, zumo de naranja, croissant a la plancha, café), y prefirió tomarse a moderada risa antes que sentirse detestable.
La ducha, el afeitado, "el corazón partío" y "la barca que a la deriva me lleva".
-- Tú no andas del todo católico. Bajo de pilas, como el reloj.
-- ¿Y quién lo hace?
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