De vuelta, encuentra la casa fría, con estos días crudos de invierno que, incluso en la costa de su querido Sur, acusan más que otros años lo riguroso del clima.
Trae de fondo, uno de sus "cedés" favoritos de Dire Straits, durante el trayecto, para no pensar mucho, ni echar de menos, ni volver de modo tan intenso a la sensación incómoda de la vida sin objetivos, con los asuntos domésticos siempre pendientes por la indecisión, la pereza, la decreciente energía, los flecos del quebranto en la salud, que ha dejado indiscutibles señales.
Apenas presta atención al paisaje conocido y, aun así, siempre hermoso; son gajes del ánimo, que ansía una suerte de renacimiento, desde el arrepentimiento que más de cuatro cosas mal resueltas le producen como un rumor sordo y a la vez consistente.
Las botellas del bar, restos del "naufragio", permanecen intactas, sujetas a la obligada prudencia vigente. Tiene claro que no habrá piedad con las tentaciones.
Pone dos lavadoras sucesivas; para almorzar, le bastará con unos huevos revueltos, con menos convicción que arte.
Después, mientras sucumbe al praliné de trufa, considera, ante el espejo, la posibilidad de volver a dejarse crecer la barba entera.
Y finalmente retoma, o busca refugio, en esa tronera personal, en esa mirilla que va siendo por grados su principal nexo con el mundo exterior.
-- Aquí, el Hipocampo: llamando a la Tierra.
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