Desde ahí, observa el trasiego de la barra, de un rústico vulgar y abigarrado como todo el mesón, tan propio del barrio popular; escucha el ruido de estruendo (típico de los sitios públicos españoles): imposible entender las conversaciones, tan acostumbrado como está a un impensable silencio.
Porque ha corregido la posición: ahora está sentado a contraluz, de espaldas a la puerta. Con los restos de coquetería previsora que todavía le quedan, ha calibrado los detalles: las entradas en el pelo, que descubren mínimas señales del accidente; los incipientes surcos bajo los ojos; algo de la flojera que el rostro acusa, desde que ha adelgazado de forma considerable. El desencanto de la mirada intensa que antes era una de sus armas de varón, junto con la labia proverbial, reconocida.
Todo eso. Quiere que quede matizado, indirecto, para cuando ella entre, después de tanto tiempo. Por si todavía...
¿Os diré que, de no usar la voz, en medio de su ancha soledad, anda un poco afónico?
¡Qué cosa!
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