Por una playa dominicana andaba vendiendo por lo que le diesen, sin muchos regateos, pequeños abalorios de rústica artesanía, hechos con trozos de conchas, con restos de corales que venían del mar, o de la propia arena.
La piel oscura, la risa abierta, que mostraba una dentadura fuerte y algo desigual. Las formas jóvenes y semisalvajes, propias de su condición heredera de no tan remotos esclavos.
Se acercó a ofrecer la mercancía y se quedó mirando, con atención y un punto de burla, al músico (pero ella no lo sabía) de tez blanca, ojos claros y barba, que todavía entonces era entrecana, que estaba bebiendo el agua de uno de aquellos cocos partidos en dos de un certero machetazo criollo, y rellenado con ron del país.
Cruzando cuatro frases, se embromaron mutuamente, con un fuego de complacencia en los ojos, tan recíprocamente exóticos, tan diferentes.
Él le compró un collar que llevó puesto al cuello el resto de la gira; ella le dio un beso en la mejilla.
Ni el nombre llegaron a decirse, para qué.
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