Volvía a casa, después de unas jornadas que incluyeron (cuándo no) ocasionales momentos de desacuerdos, de tensiones.
Sabía que se estaba abandonando un poco a la sensación de la inercia. De la inercia. Casi no percibió el movimiento del tren, puesto ya en marcha, tan silencioso, tan moderno.
La mano, al escribir de nuevo, no le respondió del todo aún; pero bueno, habría que darle tiempo. Y habría que recuperar la costumbre del blog, las ganas del blog. La mínima y complacida gimnasia mental que suponía su cotidiano propósito.
Porque también a los pocos (aunque fieles) receptores, los estaba abandonando.
Luego examinó a los pasajeros más próximos, viajeros en el coche preferente 2. Entre ellos, a un joven (todos podían parecérselo ahora) con lo que claramente era el estuche de su guitarra. Sin motivo (o quizá lo tenía), lo midió con una mirada torva, escéptica, desencantada, no aprobándose a sí mismo, no gustándose en mitad del cansancio de esta desazón que ahora marcaba una vida que no era para contarla.
Le dejaron un periódico que aplazó de momento, para mirar por la ventanilla, desde el refrigerado vagón del Alvia, las ferroviarias construcciones en las afueras de Atocha. Pasaba delante del Corte Inglés de Méndez Álvaro, de otras señales conocidas del gigantesco Madrid.
Lo enganchó el tiempo. El tiempo pasado, cómo pesa, cuánto deshace; lo que llega a marchitar, si nos descuidamos.
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