Viérais el atuendo: sofisticado, matizado de sugerencias esotéricas y, como no podía ser de otra manera, o bien por activa y por pasiva (sendos latiguillos bobos de los retóricos tertulianos al uso), de estricta obediencia, de riguroso seguimiento a las más exigentes normas del diseño y la metrosexualidad contemporáneos.
Pomposo, oblicuo, algo misterioso, con calculados movimientos de casi ballet, inició su exordio, que iba embaucando al público con frases estudiadas, predisponiéndolo a la fascinación, al asombro, a la ritual credulidad.
Convocó de modo cortés a uno de los asistentes que quisiera prestarse a la exhibición, a la hábil maniobra que pondría de relieve el talento, la aureolada fama de alto prestidigitador de renombre internacional.
Alguien subió al escenario. (Digresión: entre otras cosas, el emplazamiento habitual de los escenarios ya va colocando a los espectadores en una situación bajita, proclive al sometimiento, lo que por otra parte no descarta del todo, en caso de descontento, ciertos abucheos o irreverentes e irregulares conductas de las cuales cualquiera ha tenido noticia o conocimiento.)
El artista maravilloso sacó la baraja de naipes y rogó al transitorio colaborador que, en su imaginación, evocara una carta, eligiese una de tantas, al azar, que previsiblemente sería adivinada con las extraordinarias dotes presumidas.
Después de más palabras y manipulaciones, llegados al punto culminante, hubo una situación de desconcierto: el espectador, contra la imprudente e inerte confianza del mago, y tras algunos esfuerzos estériles por parte de éste, declaró haber imaginado el cuatro de bastos, eventualidad que para nada se pudo encajar en aquella baraja... de póker.
Y desde el patio de butacas, otro alguien, en un cómodo y audible tono de voz, comentó:
-- Vaya mierda de mago.
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