Las personas, pocas, que de muy cerca lo conocían, ya habían observado, de toda la vida, su inveterada costumbre de lavarse con frecuencia las manos. Con facilidad, de 15 a 20 veces de promedio diario, que no estaba nada mal, sobre todo teniendo en cuenta sus actividades sencillas, parsimoniosas, y que muy poco podían ensuciarlo.
No faltaría quien reputase aquel hábito suyo como manía; y claro que, al aflorar aquel detalle de su conducta en la entrevista correspondiente, el "especialista" lo miró de hito en hito y, con discreta sagacidad, seguramente comenzó de inmediato a tipificar, encuadrar, amoldar tal peculiaridad para que, encajando con los métodos preestablecidos, pudiese servir de pauta orientadora para el tratamiento a seguir.
Ahí fue cuando el visitante/paciente, "oliéndose la tostada", le desarmó el silogismo al decirle:
Quiero que sepa que mi padre y su hermana, tía mía adoratriz, fueron célebres en sus respectivas épocas y entornos, por practicar idéntico entusiasmo.
Porque, como él solía decir, con frase que algo tenía de divisa o de consigna, "el aseo en la persona muchos bienes proporciona".
Fueron dignos de ver:
El desconcierto casi indisimulable del doctor.
La íntima, recóndita y aun emboscada sonrisa del paciente.
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