El apellido, la supuesta veracidad en el
refrán “de casta le viene al galgo…”,
debieron comprometerlo a mayores exigencias y resultados; pero no todo, no siempre,
se hereda.
Anestésico, desvaído, plúmbeo, tan
confuso que tanto podría ser Jean Paul como Jean Michel Jarre nos ha aburrido
más de lo soportable con melodías tan primarias como sosas que ni su aparatosa
y epatante puesta en escena ha podido redimir.
Antes que las tarimas grandes, el
volumen descomunal y soberbio, las
luces ya rutinarias y con facilidad frenéticas y cegadoras; antes que las
convocatorias multitudinarias de públicos conformables y romos, procedería
contar con ese don que para la música y otras artes se llama inspiración, dicho
sea sin asomo de solemnidad, sino a la llana.
Con sólo eso, este Jarre habría cumplido
mejor. Y probablemente se habría hecho disculpar por la pompa superflua en la
que envuelve, barato truquista, sus bobas e insulsas vacuidades.
Porque desorienta, porque no conviene confundir
el presunto y casual minimalismo con la simpleza; la inocencia con la
ignorancia; las razones con los pretextos, siempre delatores de las impotencias
más diversas.
(¿A que se nota que no me gusta?