cosa que no es difícil que suceda, y que
podría tener lugar a cualquier hora en este mapa tan echado a perder, siempre
le queda la posibilidad de acogerse a un pequeño consuelo, a una huída no
onerosa hacia un nirvana chiquito, doméstico, casi de juguete, y es palabra
oportuna porque la decisión podría retrotraerle a la niñez que probablemente
tuvimos, o la que soñamos que fue, dulce, apacible, mucho antes de que todas
las tempestades posibles nos zarandearan.
(Digresión: retrotraerle suena como a mecánico que aprieta una tuerca con la
llave inglesa o el correspondiente artilugio. Zarandearan en cambio, evoca una aristocracia de rancios apellidos
vascos. Muy próximo a estas nimias maneras de casi perder el tiempo, Gómez de
la Serna aireaba sus greguerías y le llovían laureles.)
Se trata de poner ante nosotros un tazón
grande (cuenco o tazón de fraile) con el brebaje que cada uno prefiera: se han
dado casos de Colacao, de café auténtico, en los más exigentes ortodoxos, o de
un soluble fiable e instantáneo como, por ejemplo, el Marcilla Crème Express.
Leche (que hay quien la prefiere fría, de nevera, y al menos semidesnatada) y
azúcar al gusto.
Y ahora viene la parte más alquimista, la
voluptuosa sensación del rito que abstrae, concentra, nos vuelve imperceptibles
hijos de Dios y herederos de su Gloria: proceda a trocear esas modestas,
humildes, corrientes magdalenas/madalenas, que llaman, a saber por qué,
valencianas*, de venta en los establecimientos del ramo.
¿Tendré que todavía desvelar, recomendar
el previsible proceso, cuidadoso y remojador, la ternura casi deshecha en que
se transforma todo el malhadado horizonte de nuestra efímera y castigada vida?
*Se está propagando un insistente rumor,
según el cual la codicia del separatismo catalán, de visible querencia o vicio
invasor y expansionista, ya hace planes para cambiar el patronímico (¿o será el
gentilicio?) de esos bizcochitos entrelargos, anexionándolo vía abuso, que con
hipocresía llaman inmersión lingüística y tergiversando, usurpando su legítimo
origen y denominación, tradicional y generalmente por todos aceptada.
El insurrecto y traidor cabecilla de esa
y otras insidias, suele torcer el morro en ladina y espuria sonrisa de maleducado
mercachifle, muy ufano de su turbia cobardía, de sus insondables bajezas.
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