Regresas hoy del taller, mancillado por
manos ajenas, mostrando las señales, las impías huellas dactilares de
desconocidos.
Verte así me llena de congoja. Te sitúo
en tu espacio habitual y procedo, acordándome de Sheldon Cooper, a limpiarte
cuidadosamente con Cristasol y un paño blanco, el más suave que encontré.
Porque, más allá de la odiosa y rebelde
herramienta que eres, te has vuelto el depositario, el arca santa, el rincón a
salvo (o eso quise creer) en el que guardar los sueños, el arte, los deseos, la
imaginación, tantas cosas derivadas del sentimiento y de la vida vivida o pretendida,
auténtica o figurada, que ya tienes otra y muy diferente y alta condición.
Verte así, manoseado por cualquiera,
víctima casi de una suerte de profanación inevitable, me produce una pena que,
seguramente, parecerá incomprensible e inaceptable para muchos; sorprendente y
excéntrica, para otros; de una probabilidad que sólo al desvarío y al
surrealismo corresponde.
No me importa una mierda. Te diría bienvenido a casa. Y, ojalá, que no te
pase nada malo, otra vez.
– Qué tonto
eres.
– Ya.
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