Aparcaste en la calle de atrás. Un BMW.
Y sacabas del maletero dos o tres cosas para tu,
visiblemente, baño en la playa.
Tu inclinación, tu corta túnica blanca, casi de bacante
mitológica, mostraban tus esbeltos, preciosos remos hasta rozar la redondez
serena del trasero, de prometedora hermosura.
A mí, que iba de paso y contemplé la escena, me quedaron
las ganas de decirte un elogio cortés, comedido, de buen aficionado. (No un
piropo, qué va, que ahora incluso les hacen mala prensa con los melindres
cursis del sexismo más progre.)
Claro que no me atreví: soy tímido y mayor. En realidad,
ni de joven me atreví nunca.
Pero a menudo recuerdo la frase aquella de “la sed de belleza…”, de un personaje en
El cuarteto de Alejandría.
– ¡Si es que no puedes salir de casa…!
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