Mientras los vendavales del consumo atronaban
el espacio, allá por 1967(y estos vendavales no cesan), milagrosamente Procol Harum proclamó con elegancia y
arte su mentís y obtuvo (ante nuestro asombro y con indiscutibles
merecimientos) ese respaldo mundial que no suele estar a la altura de las
circunstancias.
Pero además de la “Blanca Palidez”, escribió
hermosísimas, exclusivas y poéticas canciones de lujo que ya pasaron bastante desapercibidas
para las mayorías, siempre ingratas y perezosas en sostener el listón, para una
vez que lo habían conseguido.
Como una planta exótica, como una rara
avis en medio de una selva de rutinas, ese grupo, junto con the Byrds (o the Beatles en otro muy superior nivel de popularidad y éxitos)
dejaron en su momento la resplandeciente y sugestiva estela de las cosas bien
hechas, la demostración palmaria de que “lo
cortés no quita lo valiente”.
Quizá los tres grupos citados suponen
las cimas del refinamiento, la intención sabia y el virtuosismo dentro de la
música de rock popular moderna y son acaso, de camino, el fino termómetro que
podría medir, según a quién, la sensibilidad o la sordera, la barbarie o la
civilización.
Ahora tenemos, en cambio, el pasmo de
contemplar a unas cuantas agrupaciones indistinguibles de chavales del “insti”,
suelen ir de cinco en cinco, que ya se han creído artistas aunque son la evidencia
de la nula originalidad, de la inspiración ausente y del soso adocenamiento de
una industria que revive, con el respaldo arrasador de la telefonía, su
mediocridad y sus peores miserias.
¿Remontaremos este páramo de
decadencias?
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