Se despierta perezosa, con el sol alto, bien entrado el
día. Y enseguida Nany trae el zumo de frutas por si hay que quitar los restos
de la resaca.
El baño de espuma y sales; la crema facial, el champú de
equilibrio ideal. El masaje.
Va aterrizando así, delicadamente, en la realidad. En la
suya, muy distante de la que agita esa muchedumbre que ayer invadió el más
estricto centro de la ciudad.
Preparará cuidadosa, detallada, la perfecta hermosura de
su estuche vacío, para halagar la vanidad del poderoso dueño que paga sus
facturas y la regala con visones y brillantes.
Porque a la noche, como cada noche, debe estar
deslumbrante para los invitados, magnates y queridas que, entre copas y finos
canapés, tejen sutilmente todas las tramas.
Recuerda apenas su época joven de activista,
sindicalista, universalista, las coreadas arengas, los vaivenes apasionados,
motivados, ilusionados, que fueron volviéndose turbios, interesados, rebozados
en creciente escepticismo, cinismo, materialismo. Se sabe de memoria la
canción, la ambición, el cuento chino.
A veces piensa que todo es una noria. Una partida de
cartas marcadas. Un estanque en el que el pez grande, en solitario, o la menuda
piraña, en grupo numerosísimo, siempre se van a comer al pez chico.
Una cuestión de matices en la voracidad. Un asquito,
vaya.
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