Allá por los primeros años 80 del XX, Del Pino, Duarte y
yo pergeñamos una suerte de rondalla de pequeño formato que tuvo una existencia
efímera, como cabía esperar, pero compensada por su alto nivel de surrealismo e
irrealidad (lo escribo así, a propósito).
No recuerdo de quién pudo partir la iniciativa o si
aquello sucedió de forma mucho más casual que deliberada, y como fruto de la espontánea
aproximación que la música, la entonces todavía juventud y otras pulsiones
subconscientes se dieran entre aquella pintoresca tropa.
El caso es que, apuntalados por la leal y fervorosa
asistencia de Ramírez y su canina y siempre renovada escolta, durante meses
ensayamos un ecléctico repertorio, de manera más discontinua que anárquica, y
al cabo nos permitimos algún debut,
algunas esporádicas y breves apariciones (esta es la palabra justa) ante un
público mínimo aunque estupefacto al que le costaba asumir lo que proponíamos
con aquella inusual y excéntrica desenvoltura. Belmonte, por ejemplo, no daba
crédito.
Todo el asunto, evocado ahora, tuvo más de mirífica
entelequia y de zozobra ilusionada y divertida que otra cosa. Dio para
celebraciones y comilonas, carnavales medio a destiempo, risas un poco
exclusivas y/o excluyentes, cierta dosis de teatralidad y de pirotecnias
verbales y no nos faltó más, en aquella logia ensoñadora, que un paseo a la luz
de la luna en un coche de caballos.
Con deciros que internamente, con sorna compartida y muy
propia de nosotros, nuestro nombre cabalístico era el de Trío Enagüillas…
No hay comentarios:
Publicar un comentario