Como marcado por el Destino, desde sus más ilusionados y
algo atolondrados años en los que cursaba el Bachillerato, experimentó una
atracción natural por las artes en general y, en particular, por la literatura
y el dibujo; la música ya lo había hecho suyo desde niño.
En cambio, percibió con cierta ansiedad aunque luminosa
certidumbre que el “mundo de la ciencia” se le ofrecía como áspero, a juzgar
por la física y la química, antipático, ídem. por las matemáticas, y/o tirando
a frío, desde aquellas iniciales aproximaciones.
Tan lo sintió así que, a la primera oportunidad, en la
bifurcación que los vigentes planes de estudio le permitieron (superada la
Reválida de 4º), eligió con absoluta determinación la opción LETRAS.
Y aun encontrándose con la inesperada alambrada de
espinos que supuso el griego (la asignatura), mantuvo su convencimiento de que
había decidido lo correcto.
A lo largo del tiempo de su vida, en numerosas ocasiones
volvió a experimentar aquel rechazo primero, fundado en un considerable
desapego y en cierta, y curiosa, incapacidad para asimilar de manera cómoda los
procesos mentales afines a esa parte del conocimiento.
Cuando se le ha echado encima, como una aplastante,
ominosa maldición o condena, el creciente predominio, la casi insufrible
invasión de las “nuevas tecnologías”, es presa del terror: divaga en procelosos
océanos de asustada ignorancia, sostiene una lucha estéril contra los teléfonos
móviles, las maquinitas que encuentra en los aparcamientos al momento de pagar,
las que expenden incomprensiblemente los billetes del Metro, cuando osa
aventurarse en las catacumbas del de Madrid… Tiene que finalmente contratar a
un técnico que resintonice las emisoras de la tele, porque los altos
dignatarios que dirigen nuestras vidas, en forma inexplicable y odiosísima, han
ordenado el arbitrario trastorno de las frecuencias o como eso se llame, en las
que solían transmitir sus admirables
enseñanzas, etc., etc.
Lo extremo de su deriva está por encima de toda
ponderación y es de tal modo inverosímil que llega a producir hilaridad o
incrédulas burlas entre sus escasos conocidos.
¡Un técnico de pago!: 30 euros.
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