Hoy hace poniente de temporada ya otoñal. Así que mar
verde gris, después de la lluvia de anoche, un principio considerable de olas
ya empezando a encresparse y, con el viento que digo, la R solitaria, ondeando
obstinada, tremolando en la dirección de mejor lucimiento.
Al final de la ducha, Ud. abre la ventana para que el
vapor desaparezca antes y mira al tramo próximo del vecino Atlántico.
Hay un menda bañándose todavía, y va vencido septiembre;
y al lado, Ud. cree divisar dos, tres, a modo de canoas delgaditas (con dos o
tres tripulantes, cada una) de esas que el cine nos ofrece como las que
supuestamente usaban las tribus precolombinas.
(Las tribus precolombinas eran esas antiquísimas y
refinadas civilizaciones que destruyeron sin misericordia los colonizadores
españoles, tan católicos, sangrientos y crueles, según la leyenda negra, que ni
pestañearon al comprobar que los “invadidos y sometidos”, esos santos
inocentes, arrancaban el corazón en vida a sus víctimas como parte de los
rituales sacrificios religiosos, entre otras delicadas y tiernas lindezas, si
no es que eran caníbales depredadores de la sutil “civilización” de al lado.)
Luego, Ud. mira por la ventana de nuevo; y, desconfiando
del aparente anclaje, de la casi inmovilidad de las presuntas canoas de los
indios americanos, demasiado quietas en su balanceo para ser reales, se da
cuenta de lo que ocurre: confundido por la perspectiva, porque ahora ha
abandonado el alcohol casi por completo, lo que Ud. tomó por canoas son apenas
las medio próximas ramas de una araucaria, entre las dunas y el agua marina (el
aguamarina).
Delante del espejo, mientras se seca el cuerpo con una
toalla grande (almohada lleva hache intercalada pero toalla, para nada, para
nada), Ud. piensa:
“Habrá que pasar por el oculista”.
Cambió el tiempo, esa tenaz lija incansable, abrasiva,
que todo lo gasta.
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