Algunos acontecimientos, aun sin llegar a ser
tumultuosos, modificaron en parte la dudosa natación casi inmóvil, la flotación
parsimoniosa y a veces distraída del Hipocampo, y quedó aplazada para hoy la
redacción de este “blog”, que suele ser cotidiano.
Esto en lo que atañe a la insólita omisión de ayer.
Y ahora, con la báscula delatora e implacable marcando
los orondos resultados de estas jornadas veraniegas, conviene hacerse una
reflexión, a modo de advertencia.
Amadísimos hermanos en Jesucristo:
Cuando a los 25 o 30 años de nuestra edad se observe que
el orificio habitual del cinturón ha dejado de servir, cuando nos cruce por la
mente la repentina tentación de proceder a la compra de la talla siguiente/ascendente
de pantalones… nada de bajar la guardia, de respetar escasamente al enemigo, de
confiar en la suerte, siempre esquiva, cuando no veleidosa, incluso traidora.
Y sobre todo, nada de comprar unos de esos que se sujetan
a la cintura con una ladina amalgama de cordón y elástico. Porque, de lo
contrario, habremos iniciado la vertiginosa e irrecuperable deriva hacia el
llanto y el crujir de dientes, hacia las tinieblas exteriores en las que los
kilos se cuentan con un peligroso mínimo de tres cifras.
Y ya sabemos lo que nos espera.
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