No se alarmen. No me refiero a otras cosas.
Ahora que, superada la peligrosa opción de la
salmonelosis que los hongos del aire acondicionado casi pudieron inferirme, y
cuando quedo expuesto al solo botulismo de las latas de atún en aceite, bien
que de oliva, puede ser el momento de reflexionar, y muy por encima, sobre la
rumba catalana, andaluza, madrileña o japonesa.
Opinión meramente subjetiva (de rudos injertos está
empedrado el infierno), y con la consideración que sus aficionados merezcan,
este invento híbrido no pasa mi ITV. Ni flamenco de verdad ni salsa auténtica
de los trópicos, más parece un antojo casual urdido por caprichosos eclécticos
de la “fusión”, variedad vuelta osadísima de tuerca.
Que haya cundido el ejemplo y que respalde el fenómeno
una extensión considerable de la audiencia y del respetable no desmiente, en
sí, el aserto anterior.
En la cofradía constan militantes diversos: incursores
tan esporádicos como excepcionales y dignos (Serrat y Sabina); “malditos” de
lustre (Gato Pérez, Kiko Veneno), ruidos mezclados con alguna nuez; las demás,
y numerosas, agrupaciones de alto poder de convocatoria que barrieron los
veranos durante décadas y que tuvimos que asumir con la misma resignación
dolorosa que dedicamos a Georgie Dann, a Phil Collins o, años atrás, a Jim
Morrison.
Soy elástico: puedo disfrutar desde Sting a Joao
Gilberto, desde Malicorne al Cigala, desde Clapton y Christina Aguilera a
Miriam Makeba y Aznavour. Desde la noruega Berger a la inverosímil Rihanna,
etc., etc.
Dicen que Peret se molestaba cuando oía que a aquello le
decían “rumbita”. Seguramente por lo que el diminutivo tenía de benévolo certificado
de género menor, de subgénero, apropiado desde luego para verbenas y juergas
con cachondeíto incorporado. Pero ni la reciente muerte de este cantor,
pontífice de la rumba y gran figura del espectáculo, y por tanto acreedor de
fúnebres ditirambos de actualidad y de himnos elegíacos en su honor (achilipúes,
borriquitos, lágrimas cayendo en la arena), modifican mi contrito balance de la
rumba esa.
“Detrás
vendrá quien bueno te hará”, reza el refrán, profetizando el suplicio (para nuestro
frágil, tambaleante y asustadizo equilibrio emocional) que, desde supuestos
“estéticos” muy diferentes, ahora plantean Auryn y Gemeliers, y hasta los
cuales no podría extenderme ni en las situaciones de la más pertinaz sequía.