Desde su trono predilecto, tallado en roca, contempló la
dirección del estandarte que ondeaba (grifo bicéfalo y coronado, oro sobre
azul) y lo animó comprobar que el viento misericordioso de poniente mitigaría
hoy los sádicos rigores de julio.
Así que volvió a considerar por enésima vez la
conveniencia de, al menos, andar. Los años acumulándose, la afición por la
buena mesa y la bodega, y cierta vida de molicie, de hábitos más reposados que
algunos tequilas, habían ido produciendo una panza prominente que, a pesar de
repartir su volumen en la estatura de 1.80 metros, lo dejaban fuera de
cualquier posibilidad de hacer publicidad de trajes de baño para caballeros.
Y puede que Calamaro, de verbo algo florido aunque no
colorado, en algún punto de su cancionero dijese aquello de “sexy y barrigón”;
pero esa era afirmación irónica o retórica, con la que la discrepancia no
resultaba difícil.
Por otra parte, las diez horas de galope ensimismado
sobre la libélula gigante, de regreso de la Villa y Corte, habían vuelto a
darle tiempo para el análisis de la certidumbre.
Conque salió, 6´30 in the morning (de nada, anglófilos) e
inició el itinerario ya abandonado otras veces.
Durante el trayecto fueron apagando las farolas del
alumbrado público y pudo observar con mejor concentración las luces de tres
barcos faenando; la giratoria y reconfortante del faro de Sancti Petri; las
gaviotas sobre la arena, en busca de algo útil. Eso, de la banda del mar.
De la banda de tierra, las palmeras, las araucarias, la
teja vieja de las casas blancas. La brigada de limpieza, con sus atuendos
señalados en “amarillo stabilo”, limpiando las muestras sucias que los
juerguistas callejeros dejan cada noche, cada madrugada. Dos bobitos mutantes,
con la fotos inevitables de sus móviles, ya tan temprano. En fin.
Regresó al acuario personal. Separó puertas, cristales,
ventiló según las insistentes recomendaciones de Maritere.
Se sentó a la mesa del porche y, antes incluso del
soluble zorro de fuego, escribió estas palabras, medio engarzadas en el paseo,
para servirlas a Vuesas Mercedes como un matinal desagravio por la desmesura de
ayer; o como una tentadora fuente de croquetas de marisco.
De acuerdo que no confiaba gran cosa en los buenos
propósitos. Es más, disimuló la risa solitaria cuando se observó al salir y
depositar en el contenedor la botella vacía del malta escocés de ayer.
“Pero”, pensó, “algo habrá que hacer con esta tableta de
chocolate que no tengo”.
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