La media docena de veces que se aplicó a la tarea, no
pudo dejar de acordarse de Eastwood en Alcatraz, obstinado y metódico, resuelto
y rebelde, preso limando (barrotes o ladrillos, muros, estorbos de la índole
que fueran) con determinación
inquebrantable (ésta también es de las que te dije) y con tiempo
interminable, para recobrar, a cualquier precio y con el resultado siempre en
el aire, la libertad.
Ahora, Martes de Resurrección, había rematado el empeño y
por pequeña que fuese la satisfacción, ahí estaba. Sobre todo porque se sabía
hombre contemplativo, casi nada dispuesto al bricolaje ni a nada por el estilo.
Los ornamentos estaban preparados; a falta del cromado de
los óvalos. “Esto es la obra del
Escorial”, pensó. Casi seis años en julio y todavía andaba a vueltas con
los detalles.
Le vino una palabra: perseverancia. Y un inesperado
recuerdo.
De la época en la que vivió en Santiago de Compostela.
Enseguida encontró la asociación mental que había elaborado en el rincón que
fuese de la memoria:
La lima y su movimiento de vaivén.
El arco del violoncello que un estudiante pasaba y
repasaba sobre las cuerdas, en el cuarto de al lado de aquella vetusta
residencia.
Alguna amistad habían hecho; algunas confidencias
intercambiaron, ambos Rodrigos soñadores y tirando a artistas.
De aquellos meses, hay un detalle para mañana, si Dios
quiere.
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