Comenzó a escribir como de costumbre, por la cara
disponible de un folio ya usado. Y se encontró con el trazo de un óvalo en el
centro.
Escribió por si tal actividad traía a su cabeza soluciones
y por enésima vez se interrogaba acerca de cuál pudiera ser la más inteligente
manera de plantear las coordenadas de su presente, de dilucidar el difuso
boceto del futuro que quedase por lidiar.
Hizo una pausa.
Barajaba ahora los variados naipes de la memoria. Dicen
que las neuronas se gastan si somos asiduos de las copas. Y siguió por ahí. Se
sirvió la siguiente.
Pasadas las calendas en que la música y los amores lo
llevaron y lo trajeron, consumiendo lo mejor y mayor de sus energías de toda
índole, quedaban ahora tres ritos básicos con los que ofrecer culto a los
dioses: lenitivo y creativo, el alcohol; la literatura, los motores.
Los fármacos prescritos por los doctores en medicina que
lo aconsejaban, iban sujetando con cierta eficacia las riendas del colesterol y
la hipertensión, esos dos rebeldes mesteños.
La compañera, a su modo, con cariño y cuidados, era la mujer
blanca, ¡Ug!, fuente de continuidad y un punto pragmático de cordura, una
matización alternativa a su tendencia a un tiempo cortés y asilvestrada,
cartesiana aunque trastornada de volcánica individualidad.
Mientras el mundo parecía ir descomponiéndose, según las
noticias de la “tele”, ya había cofradías por las calles, inaugurando la Semana
Santa con un día de anticipación, qué fiebre.
Tenía varios libros a medio leer; los apuntes del día.
La tarde se presentaba larga. Mañana iría a Granada a ver
a su hija: la relación entre ambos había mejorado mucho y pensó: “Gracias a
Dios”. Y después: “Fijo que Él me espera. Sin prisas, ¿vale?”.
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